Ocurrió hace exactamente 45 años. Yo tenía 15 y estaba en la primera semana de cursos de 4o año de liceo (secundaria, 10o grado). Por primera vez teníamos Filosofía como materia. Al terminar la primera clase el profesor nos asignó una tarea domiciliaria. Escribió en el pizarrón: “Una hormiga toma conciencia”, y nos indicó: “escriban una o dos páginas”.
Al día siguiente nos fue haciendo leer en voz alta lo que habíamos escrito. La hormiga “se da cuenta” de que está caminando en una fila, “intenta comunicarse” con las otras, “se pregunta” por qué está allí… y así fueron saliendo, a partir de lo que escribimos, ideas y material de discusión para varias clases sobre la conciencia. Luego pasamos a leer filósofos sobre el tema.
En aquel momento quedé impresionado con la actividad, con todo lo que había surgido de nuestra reflexión grupal y con el fenómeno de la conciencia. Se puede decir que “tomé conciencia” de que los seres humanos tenemos conciencia.
Después de esto el curso se desarrolló a través de muchas y diversas actividades. Incluyó explicaciones del profesor, lecturas, discusiones en grupo, tareas escritas. Obviamente solo recuerdo algunas. No es que todo el curso haya sido como esta primera clase ni que todas las actividades nos sorprendieran como esta lo hizo. Algunas fueron más interesantes, otras menos. Pero el conjunto del curso nos resultó a todos estimulante y enriquecedor.
(En buena medida terminé estudiando para ser profesor de Filosofía por la huella de este docente, que era uno de los mejor valorados y estimados por todos los estudiantes).
Lo que me interesa destacar es que no hay un único modo adecuado de proponer las clases o de enseñar. Tampoco hay actividades que sean intrínsecamente negativas. Un curso siempre se compone de una amplia gama de actividades: exposiciones del docente, trabajo en el pizarrón, tareas escritas, trabajos en grupo, tomar notas en un cuaderno, resolver ejercicios e, incluso, memorizar las tablas de multiplicar, poemas o datos. Y también, por supuesto, trabajar en torno a un proyecto, problema o situación auténtica. Todo puede aportar.
No son las actividades individualmente consideradas las que revisten un carácter positivo o negativo, sino la “significatividad” del conjunto del curso.
Aprender algo de memoria tendrá un sentido y efecto diferentes si ocurre en el marco de un curso que resulta motivador para los estudiantes, que si ocurre en el contexto de una serie de otras actividades también memorísticas, no comprendidas y realizadas con el único fin de evitar una mala nota.
La clave está en el término “significativo”, que tiene dos sentidos principales, el intelectual y el emocional. La expresión “aprendizaje significativo” fue acuñada por Ausubel para referirse al hecho de que la información nueva que se presenta al estudiante se conecta con las ideas y conceptos relevantes ya existentes en su estructura cognitiva. Refiere también al grado en que la experiencia tiene una resonancia emocional y deja huella afectiva en el estudiante.
Un buen curso no se define por el tipo de actividades que incluye sino por el grado en que el conjunto resulta “significativo” para los estudiantes. Un profesor que expone todo el tiempo puede lograr un impacto en sus estudiantes cuando consigue que estos se entusiasmen con su disciplina y la comprendan. Lo importante no es el tipo de actividad concreta, sino el sentido que adquiere para los estudiantes en el contexto del curso.
Si uno repasa a quiénes recuerda como buenos docentes en su vida, seguramente encontrará diversidad de estilos. Recuerdo ahora como especialmente bueno, a un profesor de Historia de la Filosofía que tuve durante mi primer año de formación docente. Hablaba él todo el tiempo. Nos traía libros y autores nuevos todas las clases. Era un apasionado y lograba transmitirnos esa pasión. Y además explicaba muy bien. Su estilo y manera de trabajar era completamente diferente al de mi profesor de 4to de liceo. Pero también me dejó huella.
Obviamente repliqué la experiencia de la hormiga en mis cursos cuando fui profesor de educación media y siempre dio resultado. Y fui creando otras actividades, siempre con una preocupación central: ¿cómo conectar con los estudiantes? Recientemente, por ejemplo, me ha tocado trabajar un curso sobre investigación educativa para directivos escolares. La primera cuestión que me planteo es cómo conectar a los participantes con los temas del curso, a través de una experiencia significativa. ¿Introduciéndolos a la lectura de una buena investigación? ¿Proponiéndoles una tarea de investigación que sea relevante en su trabajo como directores? ¿Invitándolos a formularse preguntas de investigación? Dedico tanto o más tiempo a pensar actividades y redactar las consignas de lo que ellos van a hacer, que a preparar lo que yo voy a decir o exponer.
Muchas veces fracaso en los intentos. Es imposible asegurar de antemano que algo vaya a resultar significativo. Lo que resulta significativo y motivador para algunos no lo es para otros. El impacto es imprevisible y diverso. Pero también es contagioso: cuando algunos se motivan, esto puede generar motivación e interés en los demás. Lo importante es explorar y aventurarse. Ensayar nuevas propuestas y preguntar a los alumnos. Escuchar o leer sus opiniones. Dar a los alumnos la posibilidad de elegir entre varias alternativas es un modo de crear más chances de que la motivación aparezca.
Pensemos que cada día un estudiante realiza -o padece- unas 8 a 10 actividades distintas en Primaria, tal vez unas 12 a 15 en Secundaria. Leer, memorizar, debatir, “dar” la lección, resolver exámenes y pruebas, preparar y llevar adelante proyectos. A lo largo de 12 años, con años lectivos de 180 jornadas escolares, esto da un total de unas 30.000 “experiencias” en la vida de un estudiante. Intuyo que la mayor parte de ellas no dejan ninguna huella y son olvidadas. Si lográsemos que un 10% de las actividades dejasen una marca intelectual y afectiva, el impacto del conjunto de la formación sería mucho más profundo.
Este es un desafío asequible y permanente para nuestra labor docente: cómo incorporar algunas actividades especialmente significativas en nuestros cursos, que hagan cobrar vida y sentido a todas las demás.
En estos años he tenido la oportunidad de escuchar y observar muchas propuesta de muchos docentes, que van en este sentido. Les dejo un ejemplo que me resulta especialmente interesante y original.
Una profesora de Biología les propone a sus estudiantes que, en equipos, preparen y representen una obra teatral de no más de 10 minutos. El título de la obra es: “Conversando sobre las hormonas”. Los estudiantes se divierten pensando y ensayando la obra y, a la vez, deben buscar contenidos para construir el guión. En la semana siguiente cada equipo representa su obra. Las representaciones se analizan y discuten tanto desde el punto de vista teatral y estético, como desde la perspectiva del contenido. ¿Cuáles incluyeron más temas o conceptos? ¿Hubo errores conceptuales? ¿Lograron transmitir las ideas con claridad e involucrar a los espectadores con el tema de la hormonas? Una experiencia como esta aporta significatividad a todo lo que se estudie a continuación y difícilmente sea olvidada por los estudiantes.
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