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Las calificaciones no son números (II) - Y la objetividad es imposible

Actualizado: 21 dic 2022


Una prueba estandarizada y un lápiz.
¿Es posible la objetividad al calificar?

En el posteo anterior señalé que no deberíamos considerar a las calificaciones como números sino principalmente como categorías de valor ordenadas jerárquicamente -variables ordinales-. Expliqué que usarlas como si fuesen números y operar con ellas matemáticamente genera múltiples problemas; y que la razón principal para emplearlas de esa manera es que nos facilita el trabajo y, supuestamente, nos permite ser más “objetivos”. Hoy quiero detenerme en esto último.

El deseo de evaluar “objetivamente” está ampliamente difundido y es absolutamente razonable, sobre todo en la educación terciaria y media, en que las calificaciones tienen consecuencias muy importantes para las trayectorias de los estudiantes. Al comienzo de los talleres que hago con docentes suelo preguntar qué aspectos de la evaluación les preocupan y consideran como dificultades. Muchos profesores de educación media, universitaria y de formación profesional, señalan la subjetividad del evaluador como una de las dificultades.

  • “No tenemos un instrumento que nos permita medir el nivel de logro alcanzado en el desarrollo de una competencia. Es muy subjetivo”.

  • “La corrección de informes de laboratorio tiene aspectos concretos como la correcta presentación de tablas de datos y gráficos pero también tiene aspectos más subjetivos, como la claridad y el estilo de redacción”.

  • “Otra dificultad es lograr en la certificación final una objetividad que permita definir si el estudiante es competente en todos los estándares”

Muchos docentes buscan resolver esta dificultad empleando sistemas de puntajes muy detallados, que permiten llegar a una calificación de manera matemática. Se buscan tareas que puedan ser puntuadas. “Hay que tener un desglose bien detallado de qué se evalúa y cómo se puntúa cada pregunta, hasta detallar si se va a quitar puntaje por mala redacción”.

Muchos docentes suelen indicar que una de las características de un buen instrumento de evaluación es que sea “observable, medible y cuantificable”. Otros docentes adoptan una postura diametralmente opuesta. Consideran que la calificación es completamente subjetiva. Una colega nos decía que “La calificación es el resumen de todo lo que yo sé del alumno, no hago ninguna evaluación en especial… tengo la visión global de ’le tengo que poner tanto’ y esa es la nota que va al boletín”.


Ni tanto ni tan poco. La calificación expresa un juicio de valor profesionalmente informado y basado en evidencias sobre lo aprendido por cada estudiante. Implica un cierto grado de apreciación de evidencias de aprendizaje -lo hecho por el estudiante-, que difícilmente pueda ser completamente objetiva. Pero tampoco debería ser puramente subjetiva.


Las disciplinas olímpicas pueden ayudar a visualizar esta tensión. En algunas la valoración del desempeño del atleta es indiscutible y “objetivo”. Por ejemplo, en la carrera se mide el tiempo en que se recorre una distancia y en el salto se mide la altura del mismo. En estos casos no interviene la subjetividad. En otras disciplinas, en cambio, la valoración involucra una apreciación subjetiva. Es el caso de la gimnasia olímpica o del salto sincronizado en natación. En estos casos no existe una medida objetiva. Se conforma un jurado que hace una valoración subjetiva. Sin embargo, esto no implica que la evaluación sea arbitraria. La valoración que hace cada jurado se apoya en su experiencia acumulada -no cualquiera puede ser parte del mismo-, y en criterios claros y explícitos. Todos los jurados observan los mismos aspectos, que son conocidos por los ejecutantes.


La evaluación en educación se asemeja más a estas últimas disciplinas que a las primeras. Involucra apreciación subjetiva, basada en la experiencia y saber profesional del docente, de aspectos que deberían ser claramente conocidos por los estudiantes. Algunos aspectos del desempeño pueden ser más “objetivos”. Pero la mayoría no lo es. Y así como en la gimnasia olímpica hay un jurado de varios miembros, lo que compensa en cierto modo la subjetividad -a través de la intersubjetividad-, en educación muchas veces necesitamos confrontar nuestras apreciaciones con otros colegas.


La preocupación excesiva por la objetividad nos genera una especie de carga moral, que se agrega a las dificultades que de por sí tiene evaluar para calificar. Muchos docentes se sienten mal porque no están siendo completamente objetivos. Algunos se sienten atados al resultado numérico al que llegan luego de corregir pruebas. Una profesora universitaria me comentaba con cierto alivio que le parecía interesante la idea de que no necesariamente debía atarse al resultado numérico y que es profesionalmente aceptable adecuar la calificación tomando en consideración otros aspectos no cuantificables del desempeño de sus estudiantes.


Otra consecuencia de la preocupación excesiva por la objetividad es que conduce a muchos docentes a priorizar en sus evaluaciones los aspectos más superficiales y visibles, dejando de lado aspectos sustantivos que requieren de una apreciación subjetiva. Enfocar la evaluación solo en los aspectos cuya valoración es indiscutible nos puede llevar a perder de vista aspectos importantes. Por ejemplo, al calificar un texto escrito por estudiantes siempre será relativamente más sencillo contar la cantidad de errores gramaticales que valorar la fluidez y la calidad de la argumentación. Muchas veces lograr mayor objetividad implica sacrificar la validez de la evaluación. No existe un procedimiento que nos permita hacer buenas evaluaciones en forma mecánica sin cierto grado de subjetividad, salvo las pruebas estandarizadas.


Michael Scriven destacaba que esta dificultad está vinculada con el carácter valorativo de lo que él llama conocimiento evaluativo. La evaluación es una forma de conocimiento que no involucra solamente hechos y datos objetivos, sino también valoraciones. Estamos acostumbrados a pensar en el conocimiento científico como “objetivo” e indiscutible. Sin embargo, para que un conocimiento quede establecido como “científico”, se requiere antes un proceso de revisión entre pares que tiene carácter intersubjetivo. En realidad la ciencia, afirma Scriven, utiliza continuamente evaluaciones -aunque no siempre son adecuadas, pero esto ya es para otro momento-.


Y definía a la evaluación como un proceso de coligación de criterios, evidencias y ponderaciones. Al evaluar utilizamos evidencias que contrastamos simultáneamente con varios criterios, cada uno de los cuales tiene un peso diferente -algunos son más importantes que otros-. El resultado de este proceso nunca es completamente objetivo, en el sentido de que de lugar siempre a la misma valoración final independientemente del momento y del evaluador.


El proceso de calificar a los estudiantes tiene este carácter de coligación de evidencias y criterios con distintos grados de importancia. Se asemeja a lo que hace un juez en sentido legal: tomar decisiones complejas conforme a la ley en situaciones de conflicto. Un juez debe tomar la determinación de condenar o absolver a un acusado. Para ello cuenta con el código penal y todas las evidencias y pruebas presentadas a lo largo del juicio. Pero, aún con todo esto, su determinación nunca es “objetiva”, necesita juzgar, tomar una decisión ponderada y basada en las normas y la evidencia.

La tarea de calificar en educación es equivalente a la de un juez -no en el sentido de condenar y absolver, sino de tomar decisiones que tienen consecuencias importantes para los involucrados-. La llevamos adelante teniendo en cuenta las “normas” -el currículo, los aprendizajes esperados, los objetivos del curso- y la “evidencia” -pruebas escritas, ejercicios, registros de clase, observaciones-. Pero aún así se requiere construir una decisión ponderada y ecuánime. Más aún, en nuestro interior tenemos también un fiscal que acusa al estudiante -no trabajó lo suficiente, podría dar más, le falta todavía comprender- y un abogado que lo defiende -en realidad sí trabajó, se esforzó mucho, mejoró varios aspectos-. Estos tres roles -fiscal, abogado, juez- dialogan dentro de cada docente a la hora de calificar.


El hecho de que cierto grado de subjetividad sea inevitable no debe llevarnos a aceptarla sin más como un mal necesario. Necesitamos encuadrarla y ejercer cierto grado de autovigilancia profesional. Tres prácticas pueden servir para este fin.

  • La primera es explicitar los criterios que utilizamos. Para ello existe una herramienta de enorme valor, cuando se la construye y se la utiliza bien, que son las rúbricas. Las rúbricas permiten, simultáneamente, “objetivar” las evaluaciones a través de descriptores, pero dando lugar a cierto grado de apreciación subjetiva.

  • La segunda es abrirse al diálogo con los estudiantes. Compartir con ellos de manera transparente como llegamos a una calificación y escuchar sus puntos de vista puede ayudarnos a “objetivar” la evaluación.

  • La tercera es compartir y confrontar con otros colegas, construyendo miradas intersubjetivas en torno a los criterios de evaluación y a la valoración de los desempeños y producciones de nuestros estudiantes.

Por cierto, todas requieren tiempo de trabajo fuera del aula, que es un bien escaso en la docencia.


Volviendo al planteamiento del posteo anterior, concebir a las calificaciones como un sistema de cuatro o cinco categorías de valor, cualitativas y jerárquicamente ordenadas -una variable ordinal-, puede facilitar el abordaje de la tensión entre subjetividad y objetividad. Aun cuando utilicemos puntajes para valorar los trabajos, no necesitamos atarnos al resultado numérico, sino ponderarlo. Y si trabajamos con un enfoque más “conceptual” y subjetivo, nos puede ayudar explicitar los criterios y la ponderación que empleamos como base para arribar a cada una de las categorías de valoración.

Dentro de algunas semanas me enfocaré en cómo calificar con rúbricas y con un “sistema de reglas lógicas”.





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