¿Podemos imaginar un sistema educativo sin calificaciones? ¿Qué pasaría si las eliminamos? ¿Son indispensables para motivar a los estudiantes?
Estamos acostumbrados a pensar que las calificaciones brindan información acerca del aprendizaje de los estudiantes. Supuestamente informan en qué grado han aprendido lo que intentamos enseñarles. Esto es en parte cierto, pero las calificaciones tienen otra función central que no tiene que ver con la información sino con la motivación. Las calificaciones son, ante todo, una forma de incentivo. Tienen un valor simbólico que implica reconocimiento social y tienen consecuencias prácticas que afectan la vida de los estudiantes -aprobar o reprobar un curso-.
Las calificaciones funcionan como un sistema de premios y castigos cuya finalidad es promover el esfuerzo y el compromiso con las actividades de aprendizaje. Algunos docentes las utilizan como último recurso con los estudiantes que no se muestran interesados en trabajar. Otros colegas las emplean en forma abierta y permanente con todos los estudiantes como instrumento de motivación. En palabras de una profesora de educación media básica, “En todas las clases pregunto para que se ganen sus puntos. … en la casa si se portan bien tienen permiso para salir y acá, puntos… Los alumnos sólo toman en serio aquello que se califica… si no hacen los trabajos a medias. Es como por plata, la nota es la plata… nada se trabaja porque sí".
Aprender requiere involucramiento personal y motivación. Es un trabajo y como tal requiere energía. Se necesita un motor, algo que “mueva” al estudiante. Motor es la raíz del término motivación. La motivación puede ser interna o externa. La primera está vinculada con las emociones positivas, el disfrute y la sensación de logro que alguien experimenta cuando comprende algo nuevo, alcanza una meta o domina un área de actividad. La motivación externa está vinculada con la perspectiva de alcanzar algo que está fuera de la persona. Puede ser un objeto material -dinero, un juguete- o un reconocimiento simbólico -elogios, aplausos, felicitaciones, “me gusta”-. En la sociedad en la que vivimos suele ser más importante alcanzar recompensas que disfrutar de lo que hacemos.
Pero en general las personas actuamos a partir de una combinación de ambas formas de motivación. Pensemos en cualquier área de actividad humana: el arte, el deporte, un oficio o una ciencia. Las personas que se dedican a cualquiera de estas actividades lo hacen tanto por motivaciones internas -les gusta la disciplina, disfrutan realizándola-, como externas -obtienen reconocimiento social y, a veces, económico-. Difícilmente alguien llegue a ser un buen artista o un buen científico exclusivamente a partir de premios externos, si no les gusta la disciplina. Sin embargo, los incentivos externos de carácter simbólico tienen un papel relevante. Por ejemplo, las competencias deportivas son una forma de motivación externa. Colocan al deportista ante desafíos que le exigen mejorar su desempeño y consolidar sus capacidades, lo que a su vez genera motivación interna. Motivación externa e interna muchas veces se retroalimentan.
El problema que tenemos en la educación formal es que muchas veces no conseguimos generar motivación interna. Los estudiantes no disfrutan de las actividades que les proponemos, a veces sencillamente porque no las entienden. Entonces recurrimos a las calificaciones e intentamos enseñar exclusivamente sobre la base de imposiciones y obligaciones. A veces esto conduce a la motivación interna: a partir de la exigencia de estudiar ciertos temas algunos estudiantes, con el tiempo, desarrollan sus capacidades y su interés por la disciplina o materia. Para estos alumnos la calificación funciona como incentivo, genera esfuerzo y contribuye a la motivación interna a medida que comprenden y profundizan su conocimiento.
Para la mayoría de los estudiantes las calificaciones operan en sentido inverso: no persiguen una buena calificación sino que buscan evitar una mala nota. No estudian para lograr algo sino para evitar el fracaso y la sanción social. De allí se deriva buena parte de la ansiedad que genera en la mayoría de los estudiantes cualquier instancia de evaluación. La preocupación porque uno va a ser juzgado reemplaza la preocupación por comprender. El miedo de no alcanzar la zanahoria lo enturbia todo.
En un trabajo seminal sobre los modos de estudiar y aprender Marton y Saljo, dos investigadores suecos, mostraron que esto está asociado con lo que denominan aprendizaje superficial. La mayoría de los estudiantes están obsesionados por recordar los temas para el momento de la evaluación. No comprenden lo que estudian porque en realidad no están intentando comprender, sino recordar para luego poder responder preguntas y mostrar que "saben". A este fenómeno lo denominan “hiperintención". Hace referencia al fracaso generado por la ansiedad excesiva por un buen resultado. Los estudiantes entrevistados por Marton y Saljo relataban su experiencia de aprender en estos términos:
Uno se distrae. Uno piensa “Tengo que acordarme de esto”. Uno piensa tanto en que tiene que acordarse, que por eso después no se acuerda.
Trataba de concentrarme, entonces mi atención estaba más en concentrarme que en leer, pensar o interpretar. Es algo que me pasa todo el tiempo cuando leo libros de estudio.
En muchos estudiantes esta ansiedad, unida al hecho de que a lo largo de su trayectoria continuamente han recibido malas calificaciones, va generando identidades negativas con respecto al estudio y al aprendizaje. Se autoidentifican como malos estudiantes. Las calificaciones, que son una fuente de reconocimiento social y autoestima para unos, generan estigma y falta de confianza en otros. Un grupo de profesores de media me decía hace poco que muchos alumnos generan una especie de coraza. Están tan acostumbrados a que les vaya mal desde la escuela primaria, que ya no les importan las calificaciones. Las viven como una fatalidad ante la que nada pueden hacer.
Las calificaciones como forma de motivación externa generan tres grupos de estudiantes. Se puede hablar de una “ley de los tres tercios”: los motivados, los sobrevivientes y los fracasados. El primer grupo está constituido por los estudiantes que tienen buenas calificaciones. Para ellos este sistema de incentivos externos tiene efectos positivos. El segundo grupo está integrado por aquellos que no entienden mucho de lo que pasa en las clases, pero logran sobrevivir. No aprenden, pero memorizan y desarrollan otras estrategias que les permiten aprobar "raspando". El tercer grupo está constituido por los alumnos que terminamos perdiendo. Acumulan fracasos y reprobaciones, hasta que finalmente abandonan los estudios, por lo general en el segundo ciclo de la educación media.
Me detengo en el tema del esfuerzo. Muchos docentes argumentan que las calificaciones generan hábitos y disciplina de trabajo, y que son una forma de promover y reconocer el esfuerzo. Este punto de vista corre el riesgo de deslizarse rápidamente hacia una visión meritocrática del aprendizaje, equivalente a la que suele plantearse en la esfera económica: los pobres son pobres porque no trabajan; los alumnos no aprenden porque no se esfuerzan. Mi tarea es enseñar, la de ellos es esforzarse.
Esta perspectiva, que ignora la diversidad de los puntos de partida, intereses y maneras de aprender de niños, niñas y adolescentes, viene de los orígenes de los sistemas educativos contemporáneos. Los currículos están pensados desde la perspectiva de es posible predeterminar lo que todos los estudiantes de una determinada edad pueden y deben aprender. Todos los ciudadanos son iguales ante la Ley y todos los estudiantes son iguales ante la Enseñanza. La diversidad no existe. Lo que un estudiante logra es el resultado exclusivo de su esfuerzo.
El texto de Murakami que compartí en un posteo anterior ilustra una perspectiva diferente. El esfuerzo y la dedicación provienen de la motivación interna.
“Mis padres y mis profesores me aconsejaban a menudo: «Esfuérzate mientras estás en la escuela, si no te arrepentirás toda la vida »… Pienso todo lo contrario. Tan solo malgasté el tiempo memorizando cosas tan absurdas como aburridas… Tengo una tendencia innata a profundizar
al máximo en las cosas que me gustan e interesan. No dejo nada a medias ni me digo a mí mismo a modo de excusa que ya es suficiente. No paro hasta que me doy por satisfecho. Pero si la cosa en cuestión no me interesa, me ocurre todo lo contrario, soy incapaz de pasar de la superficie. No le dedico ni un segundo... si me veo obligado a hacer algo, cumplo por pura obligación en el menor espacio de tiempo posible".
Construir motivación interna es un desafío central del trabajo docente y una tensión de la que es imposible sustraerse. No puedo enseñar si no hay motivación interna, pero lograrla no depende solo de mí. Puedo intentarla, pero no garantizarla. Puedo utilizar la calificación como elemento de presión, pero sin motivación interna el aprendizaje se transforma en el cumplimiento de un ritual externo.
El pedagogo francés Philippe Meirieu afirma: “No hay aprendizaje sin deseo. Pero el deseo no es espontáneo. El deseo no viene solo, el deseo hay que hacerlo nacer. Es responsabilidad del educador hacer emerger el deseo de aprender. Es el educador quien debe crear situaciones que favorezcan la emergencia de este deseo. El enseñante no puede desear en lugar del alumno, pero puede crear situaciones favorables para que emerja el deseo… No nos podemos contentar con dar de beber a quienes ya tienen sed. También hay que dar sed a quienes no quieren beber".
¿Podemos imaginar un sistema educativo sin calificaciones? ¿Qué pasaría si las eliminamos? Las reformas curriculares suelen limitarse a modificar los reglamentos de evaluación pero no las eliminan. El sistema continúa apoyado sobre las ideas de calificación y aprobación.
Simultáneamente, muchas instituciones educativas han logrado trabajar sin calificaciones. Para ello se requiere una enorme dosis de vínculo personal, de confianza en los estudiantes y de generación de propuestas educativas relevantes y motivadoras. Es necesario además diseñar nuevas formas de incentivo externo, distintas de la calificación, que brinden a todos la oportunidad de comprender, avanzar y mostrar.
Podemos diseñar un sistema de incentivos más sofisticado y apropiado que las zanahorias. Voy a volver sobre este tema más adelante.